Confesiones. Disparador

El sol de otoño entraba a raudales a través de los vitrales del convento, tiñendo con distintos tonos de colores su interior. Unos pasos resonaban en el inmaculado silencio del lugar.

Una joven novicia se dirigía con paso lento hacía el confesionario. Su hábito negro le confería una imagen de fragilidad; el rostrillo permitía ver la forma ovalada de su rostro de blanca y delicada piel, salpicada de pecas rojizas, que resaltaba bajo el velo negro.

Unas largas pestañas pelirrojas aleteaban sobre sus ojos verdosos, y su nariz respingada le daba una apariencia infantil que en esos momentos quedaba oculta bajo el rictus serio de la boca, cuyos labios finos se encontraban apretados delatando los conflictos de sus pensamientos.

Al fin llegó hasta el cubículo donde sus pecados serían escuchados. Luego de hacerse la señal de la cruz y murmurar unas palabras, que fueron respondidas por quien se encontraba dentro del confesionario, procedió a arrodillarse frente a una especie de ventanita disimulada por una rejilla.

―Bendígame padre, he pecado―. Su voz apenas era un susurro. Mantenía el rostro inclinado, mirando hacía el piso, al tiempo que tenía las manos unidas como rezando una plegaria.

Del otro lado, un hombre de aproximadamente unos treinta años, tenía la cabeza inclinada contra la rejilla donde la novicia estaba a punto de confesarse. Parpadeó varias veces cuando oyó la voz de la mujer anunciando su propósito de enumerar sus pecados.

―Te escucho, hija mía―. La invitó a continuar una vez que terminaron con los rituales necesarios para el inicio de tan sagrada labor.

La voz del confesor, que era también otro susurro, delataba los matices varoniles de un hombre en la flor de su juventud.

―Padre, he cometido el pecado de la lujuria.

―Cuéntame…―. El tono poco convincente de su voz pasó desapercibido para quien aguardaba con ansias ser escuchada.

―Tengo sueños sucios, donde estoy con otro hombre al que le hago cosas prohibidas y que me hace otro tanto a mí…

Silencio, sabía que él la estaba escuchando e imaginaba sus ojos mirándola censuradores tras la rejilla, pero no le importó.

―Él me desnuda y acaricia cada parte de mi cuerpo, su lengua se pierde en mi sexo y yo aúllo de placer―susurró con dificultad, su pecho comenzó a subir y a bajar debido a la excitación que comenzaba a humedecerla. Al otro lado, el joven cura, cerró los ojos y levantó la cabeza, se mordió el labio inferior, permaneció con los brazos cruzados sobre el pecho, escuchándola, al tiempo que la tibieza del placer se hacía presente en su entrepierna.

Le hubiera gustado acallarla, pero no podía. La joven novicia se estaba confesando y él tenía la obligación de respetar su decisión de hacerlo con él.

―Yo lo recorro con mis manos, me desplazo por todo su cuerpo y disfruto el sabor de su sexo tibio, salado…,caliente; mientras rozo mis pezones inflamados por toda su piel. No puedo, no puedo controlar mi lengua que se entretiene en su miembro…

Su susurro se convirtió en gemido, le dolían los sensibles pezones cuando se rozaban contra la tela dura del austero ropaje; poco a poco su sexo se había humedecido, imaginó que eso pasaría por lo que desistió de ponerse toda la complicada ropa interior que le exigían llevar. Ella optó por acudir al confesionario sin otras prendas más que el hábito, era lo único que deseaba tras tantos días de reflexión. Su mirada ya no se fijaba en el piso, miraba al frente, hacía esa rejilla tras la cual sabía que había alguien que no lo estaría pasando nada bien con la confesión que estaba haciendo. Sus ojos verdosos, brillantes por la excitación que le provocaba recordar sus sueños, parecían ver al hombre con el que se estaba sincerando; sus labios entreabiertos dejaban asomar la punta de la lengua rosada cuando apoyó la frente, cubierta de minúsculas perlas de sudor, contra la rejilla. Por unos instantes el largo velo negro pareció ocultar sus facciones, pero con rapidez levantó el rostro, respirando con dificultad.

―Luego, él tironea de mis cabellos y me deja bajo su cuerpo. Me penetra sin pérdida de tiempo y yo ahogo un grito, primero de dolor y luego de placer; enredo mis piernas en torno a su cintura y comienzo a acompañar los movimientos de sus caderas con las mías… 

Se mordió el labio inferior y sonrió, levantó el rostro y cerró los ojos, instintivamente deslizó con voluptuosidad sus manos por sobre sus senos excitados. Volvió a apoyar la frente donde antes y escuchó. Sonrió, podía oír la respiración acelerada de su interlocutor, y sentir sus propios fluidos deslizándose con lentitud por sus muslos. Así, arrodillada como estaba, separó un poco las piernas y una de sus manos voló hasta el borde de la falda amontonada en el piso y se perdió debajo, en la humedad del vello púbico bajo el que se escondía el clítoris inflamado. Sus dedos se deslizaron con facilidad por esa zona lubricada, sensible al mínimo contacto al punto de hacerla gemir muy suavemente.

Gemido que fue escuchado del otro lado, donde el confesor también estaba viviendo su propio infierno personal. La excitación entre sus piernas ya era más que evidente, al igual que la humedad que ostentaba esa zona de su pantalón negro. Gruesas gotas de sudor caían a los lados de su cara, mientras sus labios susurraban una plegaria.

―Ese hombre eres tú, Cameron; el hombre que me penetra de todas las formas posibles en mis sueños eres tú.

La voz de la hermana Eleonor, apenas un susurro envuelto en jadeos entrecortados, resonaba en su cabeza. Por unos instantes le pareció sentir el roce de unas faldas alejándose, cuando abrió los ojos y miró a través de la rejilla ella había desaparecido. Estaba a punto de respirar con alivio cuando la puerta del cubículo se abrió de repente y de la misma forma se cerró. En ese espacio tan pequeño, ella estaba parada frente a él, mirándolo desde su altura, con los labios entreabiertos y los ojos nublados por el deseo, su pecho oscilaba con rapidez. Levantó apenas el rostro y la miró con ojos suplicantes, la tenía muy cerca, su mirada también reflejaba un deseo reprimido que se estaba volviendo incontrolable. 

Con lentitud, Eleonor se fue despojando de su inmaculado hábito hasta exponer por completo la blancura de su piel y el rizado vello de su pubis frente a sus ojos, dejándolo extasiado. Por último se quitó el rostrillo y el largo velo negro y una cascada rojiza se deslizó impetuosa por sobre sus hombros y su espalda.

Cameron sentía palpitar su sexo a punto de estallar, fue inevitable que sus manos no se dirigieran a la tentadora cintura que casi tenía pegada a su boca. Los dedos femeninos se enredaron en su cabello y aprisionaron su rostro contra su piel, impulsándolo a dar rienda suelta a ese deseo que venía carcomiéndolos desde hacía mucho tiempo. La libido también hizo presa de él, su lengua se perdió en el monte de venus de Eleonor, empapado por sus propios fluidos vaginales y que aguardaba expectante un encuentro con su boca. Sus manos se deslizaron por sus caderas y se entretuvieron en los senos voluptuosos que tan bien disimulaba bajo el hábito, y juguetearon con los inflamados pezones, mientras su boca continuaba explorándola con lujuria.


Ella se apartó con brusquedad, dejándolo con los labios húmedos, brillantes por los jugos que acababa de saborear; se pasó la lengua por los labios y se inclinó, sus turgentes senos se movieron con sensualidad, apoyó las manos sobre los muslos de Cameron y las separó con lentitud, sin dejar de mirarlo a los ojos. Luego se arrodilló y sus dedos acariciaron el miembro aprisionado bajo la tela del pantalón, oprimiéndolo, sopesándolo, mientras gemidos suaves se escapaban de sus labios. Él confesor, no podía apartar sus ojos de toda ella, estaba embelesado y era incapaz de razonar. Cuando su sexo quedó libre en toda su plenitud ante la mirada ávida de la chica, se dejó llevar por el deseo y sin pensarlo la tomó por los cabellos con gesto brusco y la sentó sobre él; reaccionó cuando escuchó su gritito al oído y experimentó algo de dolor en la punta del pene. Acababa de penetrarla sin contemplación, había desvirgado a una novicia a costa de su propio celibato y no podía detenerse aunque quisiera, tampoco a ella parecía importarle demasiado.

Completamente desnudos, hicieron temblar las paredes del pequeño cubículo, controlando los jadeos y los gemidos, tocándose y besándose; los pechos de Eleonor acompañaban los movimientos descontrolados de sus caderas sobre el cuerpo de Cameron, cuyas manos y boca la recorrían por completo. 

Afuera, el convento estaba sumido en un virginal silencio, solo interrumpido a veces por el batir de alas de las palomas que se escondían en los recovecos de los tejados. La paz del paraíso representado en la tierra, estaba en ese santo lugar…

4 comentarios:

Unknown dijo...

¡Vaya, Pato! Muy bueno tu relato de la monja y el padre. ¿Supongo que lo vas a continuar? xD Anda, anda... Tienes que contarnos cómo se abandonan al pecado. XD Además, será divertido ver y leer quién se escandaliza por la historia; ya ves que muchas personas consideran la religión algo que no se debe tocar. XD

Salve, hermana, salve. Es el primero de tus relatos eróticos que leo. Qué picarona resultaste, Pato. ;) Me leeré tu relato del juego de primavera a ver si está tan hot como este. ;) (No lo leí antes porque quería hacer mi primer relato erótico al tanteo). ^_^

Paty C. Marin dijo...

Ay, los pecados de la carne... Si es que tanto reprimirse y al final, siempre se cae. Espero que reincidan más veces, como cabe esperar.

Como recomendación especial del día, profundiza más en el "quiero y no puedo", ya que ambos decidieron servir con lealtad e hicieron un juramento, que ahora mismo están quebrantando. No digo que te vuelvas loca con cosas teológicas, pero ya que vas a jugar con eso seria recomendable ;)

Besos :**

Anónimo dijo...

Muy buen relato y el argumento original donde los haya... :)

Me ha gustado y me gusta la idea de vuestro blog. Os sigo y os enlazo, también.

Besotes!

Lourdes dijo...

¡Impresionante! Me ha gustado mucho, y describes increíble.
Gracias por compartirlo. Cariños.

Enlázanos.