Eros Íntimos: Fiesta de Disfraces






El siguiente mes se celebraría Halloween, y tanto los alumnos como los docentes estaban organizando una fiesta de disfraces en el complejo universitario. Sería una gran fiesta, acudirían no sólo la generación del presente año sino también ex alumnos que habían estudiado allí. Los corredores y el exterior ya estaban siendo adornados, había pancartas anunciando el evento por todo el terreno; la noticia se había esparcido como  reguero de pólvora, esas fiestas eran conocidas y muy populares por la organización y la calidad de la recepción.
La fiesta se celebró una noche de sábado, el exterior del complejo lucía adornado e iluminado con luces de colores y muchos globos y flores por doquier. Poco a poco fueron llegando los automóviles con los invitados, todos luciendo exóticos y originales disfraces. Todos trataban de engañarse entre sí y eran muy pocos los que sabían quién era quién.
No se necesitó mucho tiempo para que el gran estacionamiento quedara al tope de vehículos y se viera mucha gente ingresando y colmando poco a poco las instalaciones. A las dos de la mañana la fiesta estaba en su apogeo, la música sonaba por todos los rincones y la gente bailaba feliz, todo era alegría y color.  Desde un rincón, Andrés, el director,  disfrazado de Drácula, vigilaba que todo estuviera en orden, disfrutando al mismo tiempo de la fiesta. Su disfraz lo hacía más interesante de lo que ya era. Andrés era un hombre grande, rondaba los cuarenta y se mantenía activo y en forma. Su cabello oscuro mostraba algunas hebras plateadas en las sienes pero eso sólo lograba realzar sus facciones varoniles y sus ojos grises, profundos y misteriosos. Era alto, y siempre vestía de forma elegante mientras estaba en la universidad. La gente sabía muy poco de él ya que era muy reservado, tampoco le conocían mujer ni ninguna aventura que lo tuviera de protagonista.
En determinado momento, los ojos grises de Andrés de detuvieron en la puerta de ingreso a la fiesta. Alguien acababa de llegar con un disfraz mucho más que sugerente. Una mujer de figura espectacular, cuyo rostro se escondía tras un antifaz, entró llevando un látigo entre sus manos, imponiendo presencia. Los ojos de los presentes se volvieron hacía ella por unos instantes y luego todos volvieron a lo suyo. El director no podía apartar su mirada de toda ella; de los tacos aguja de sus botas de cuero  de caña alta por sobre las rodillas; ni de su traje entero, también de cuero oscuro brillante, ceñido al cuerpo y con un escote pronunciado que permitía ver el nacimiento de unos turgentes pechos. Sus ojos asombrados y curiosos siguieron subiendo y se detuvieron embelesados en los rojos y carnosos labios, en esa nariz respingada y altiva y en los ojos almendrados más maravillosos que jamás había visto en su vida. Por unos instantes esos ojos se toparon con los suyos, los vio brillar y empequeñecerse; ella se mordió el labio inferior de forma provocativa, luego desvió la mirada y contoneando las caderas se perdió entre el tumulto de gente que bailaba despreocupada.
En vano la buscó Andrés con los ojos desde donde estaba. En el momento lo dejó pasar, pero su curiosidad por saber quién era esa mujer pudo más y no le quedó otra opción que recorrer el lugar, abriéndose pasos a manotazos, para dar con ella. Estaba a punto de darse por vencido cuando  al fin dio con la misteriosa dama; ella se estaba escabulliendo por el corredor que llevaba a los vestuarios, y que estaba disimulado con una tela roja,  no sin antes mirar hacía él y sonreír con sorna. El lugar estaba en penumbras, ayudado con la poca luz que provenía del exterior y moviéndose con sigilo, la buscó entre las hileras de lockers. Sólo llegaba de forma muy tenue el sonido de la música desde la pista de baile. Él sentía el sonido de su propia respiración entrecortada como resonando a través de un altavoz.
Se sobresaltó al sentir un chasquido a su espalda. Se volvió con lentitud, imaginando qué lo había provocado y eso lo excitó. Podía adivinar la sonrisa burlona de la fémina a través de la blancura de los dientes. Vio el movimiento de su brazo haciendo chasquear una vez más el látigo a sus pies. Sintió un tirón en la entrepierna y una tibieza que hasta el momento no había imaginado que pudiera producirle la situación. Ella lo observaba, plantada de piernas abiertas y con una mano en la cintura y la otra sosteniendo el látigo.
Otra vez el chasquido, cada vez más cerca, tan cerca que llegó a rozar su miembro por sobre la ropa. Una corriente de dolor y de placer lo hizo gemir de forma involuntaria. La falsa dominatrix se fue acercando con lentitud y cuando estuvo a unos pasos de él colocó el mango de su instrumento de castigo sobre uno de sus hombros y, con suavidad, lo obligó a arrodillarse ante ella. Luego apoyó el pie sobre su hombro y le clavó el taco aguja en el chaleco negro que lucía bajo la capa de Drácula. Andrés jadeo. Con la vista fija en ella comenzó a acariciar la caña de su bota hasta llegar a su muslo, por sobre el cuero; la oyó gemir, la vio tirar el cuello hacía atrás y cerrar los ojos. Sus manos siguieron ascendiendo y se metieron entre sus piernas, con el pie ella lo apartó con brusquedad hacía atrás e hizo chasquear el látigo una vez más sobre él, que se protegió con los antebrazos. El sonido de la música que provenía de afuera estaba siendo anulado por sus respiraciones, que ya se agitaban y se elevaban poco a poco. Andrés nunca había estado en una situación de ese tipo, le gustaban las relaciones normales y corrientes, nunca se le había ocurrido la posibilidad de experimentar algo así.  Estaba realmente muy excitado y las amenazas de la mujer no lo intimidaban, por el contrario, lo inflamaban a querer acercarse a ella sin importarle el castigo que le pudiera infligir. Además, oírla gemir y jadear le estaban haciendo perder el control, su sexo se había inflamado de una forma dolorosa y alarmante; no iba a poder volver así a la pista de baile. Siguió enfrentándola y ella retrocediendo, haciendo chasquear  el látigo de forma enérgica para mantenerlo bajo control pero fue en vano; él logró arrinconarla contra la pared y le quitó el instrumento con el que no paraba de amenazarlo. Al tenerla tan cerca pudo percibir su respiración acelerada y los gemidos que salían incontrolables de su boca. Ella no se resistió y él aprovechó a colocar las palmas de sus manos sobre los turgentes senos; a través de la indumentaria de cuero pudo rozar los pezones inflamados y erectos de la mujer, de la que emanaba un perfume arrebatador y cuyo aliento terminó por tirar abajo el último vestigio de control.
En un rápido movimiento ella lo empujó contra la pared y se apoyó sobre su cuerpo. Su lengua comenzó a juguetear por su cuello al tiempo que una de sus manos ya estaba perdida en su entrepierna, apretando su miembro hasta casi hacerlo llorar de placer, y la otra intentaba despojarlo del chaleco y la camisa blanca con volados que llevaba bajo la capa de Drácula. Andrés jadeó y cerró los ojos, cuando los abrió ella no estaba en su plano de visión, su boca ya se ocupaba de su sexo dolorido por el deseo. La observó deslizar su lengua a lo largo y ancho de su pene mientras le acariciaba los testículos. Se manejaba de forma delicada, con suavidad, buscando disfrutar y haciéndolo disfrutar al máximo. La vio introducirse el ancho miembro en la boca acariciándolo con la lengua y con los dientes. Andrés respiraba con dificultad, en determinado momento sus ojos se detuvieron en el cabello que llevaba recogido en un rodete y que antes ya había podido apreciar que era castaño claro. Instintivamente sus dedos se enredaron en sus cabellos lacios y sedosos, deshaciéndole el peinado y permitiendo que la larga cabellera cayera sobre su espalda. Con un gesto delicado la tomó por un mechón y la hizo levantarse, cuando estuvo a la altura de sus labios carnosos, oyéndola respirar de forma agitada, viéndola pasarse la lengua por los labios húmedos por sus fluidos, cayó en la cuenta de que aún no la había besado. Pasó sus labios por los de la mujer, la oyó gemir una vez más, mordisqueó su labio inferior y  su lengua se perdió en esos labios húmedos entreabiertos. Sus lenguas parecían llevar a cabo la última batalla de sus vidas. Cuando deslizaba sus manos por las curvas del cuerpo femenino notó el acero de  las tachuelas a los costados de la vestimenta de cuero. Sin dejar de besarla y mientras apretaba su seno derecho, pellizcando el pezón endurecido por sobre el disfraz, comenzó a desabrochar  la ajustada indumentaria dejando poco a poco la blanca y suave piel al descubierto. Andrés fue deslizándose hacía abajo a medida que desabrochaba, con sus dos manos se aferro a los senos desnudos, de pezones erectos y rosados; hundió su rostro en la línea que los separaba y dejó que su lengua y su boca los salivara. Continuó desabrochando, hasta que llegó al pubis, rasurado, suave, húmedo y caliente. Levantó la cara y la miró, la oyó gemir, con las palmas de la mano apoyadas contra la pared, admiró el vaivén de los senos al ritmo de sus jadeos; con suavidad le separó más las piernas e introdujo dos dedos en su hendidura empapada mientras siguió desabrochando hasta llegar al inicio de la caña de las botas, deslizando el cierre para quitárselas también. La ayudó a despojarse del calzado y con un tirón certero terminó de quitar la ajustada prenda, dejándola al fin desnuda por completo. Esa tarea no distrajo a sus dedos que seguían perdidos y hundiéndose en el interior de la mujer, haciéndola jadear y mover sus caderas siguiéndoles el ritmo. Se relamió los labios imaginando el deleite cuando hundiera su boca entre sus piernas, sus manos acariciaron sus muslos y sus prietas nalgas, atrayéndola hacía su rostro.  Parecía un sediento, bebiendo de sus fluidos calientes, pasándole la lengua por el clítoris inflamado, delineando sus labios vaginales, hundiéndola dentro de su vagina ayudado por los movimientos rítmicos de la mujer.
Andrés se sentó con la espalda apoyada contra la pared, ella seguía parada con las piernas colocadas a ambos lados de su cuerpo, él miró hacía arriba y tomándola por la cintura comenzó a empujarla hacía abajo, con el fin de dejarla sobre él y penetrarla. Ella se dejó y lo obedeció, quedaron con los rostros pegados y con sus sexos prontos a fundirse. Se miraban a los ojos, respirando aceleradamente, cuando el miembro de Andrés comenzó a entrar en ella; haciéndolo primero con lentitud y luego empujándola por las caderas hacía abajo. Ella gritó, por un momento él se quedó petrificado, sus ojos asombrados fijos en los de ella que se habían abierto como platos, ambos respirando de forma entrecortadas; intentó decirle algo pero ella se lo impidió besándolo apasionada y profundamente al tiempo que sus caderas comenzaban a moverse despacio y aumentaban el ritmo al igual que la intensidad de los jadeos y los gemidos de ambos. Andrés apretaba sus pechos que se balanceaban con el movimiento, los pellizcaba y los mordisqueaba, dejando que sus manos se deslizaran hacía su cintura para rodeándola y hacerla subir y bajar más lento, permitiendo que su miembro entrara y saliera de ella con suavidad, haciéndole sentir su inflamación entrando una y otra vez. Así estuvieron por unos minutos hasta que ya no pudieron contenerse más y ambos llegaron al clímax, con un grito que fue absorbido por la música estridente que se oía en ese momento en la fiesta.
Sin decir nada ella se levantó, tomó su disfraz y comenzó a colocárselo, dejando una vez más la belleza y blancura de su piel aprisionadas bajo el brillante y ajustado cuero; luego se colocó las botas con mucha sensualidad; por último se recogió otra vez el cabello en un rodete y sacando un espejo pequeñísimo y un lápiz de labio de alguna parte de su ropa se pintó los carnosos labios antes de irse. Andrés la observaba, aún sentada con la espalda apoyada contra la pared. Cuando había recuperado el aliento para decirle algo, ella ya había desaparecido blandiendo su látigo. Al volver a la pista de baile la buscó por todos los rincones, pero no logró encontrarla.

La fiesta de la noche de Halloween fue todo un éxito, superó las expectativas de concurrencia y todos quedaron satisfechos  con la organización. La universidad volvió a su rutina de todos los días al igual que sus alumnos y docentes. De ahora en más, quedaba menos tiempo para la finalización del año por lo que había que tomarse en serio más que nunca ese último trimestre. Las reuniones de profesores se sucedían cada vez con más frecuencia. El director mantenía la rutina de sus contactos con el cuerpo docente y con cada uno en particular para saber cómo estaba llevando cada asignatura el año lectivo.

Andrés estaba reunido en ese instante con Evangelina, la profesora de Filosofía. Parecía escucharla aunque sus pensamientos estaban muy lejos de allí, aun así su mirada estaba fija en sus ojos castaños y en sus labios carnosos, libres de maquillaje. Esos ojos y esos labios le recordaban a los de alguien, pero no lograba concentrarse en pensar en quién los había visto antes. Desde el día de la fiesta de disfraces ya no logró vivir en paz, a su mente venían todo el tiempo los recuerdos de esa noche y de la mujer con la que tuvo sexo. Le gustaría buscarla, saber quién era.  Lo único que sabía de ella, además de que era dueña de un cuerpo espectacular y una piel muy suave y ardiente y que besaba como los dioses, era que esa noche fue la  primera vez que tuvo sexo…ella era virgen.

La señorita Evangelina era tenida en alta estima por las autoridades universitarias. Llegó al instituto hacía poco más de un año para dictar la clase de Filosofía. Desde el primer momento demostró estar capacitada para llevar a cabo su labor de enseñanza. Siempre llegaba mucho antes de la hora de inicio de sus clases, y se retiraba varias horas después de terminadas sus obligaciones. Si bien sus alumnos la respetaban, estos se reían por lo bajo y hacían comentarios cómicos acerca de su persona. La profesora era bastante tímida y  chapada a la antigua. Siempre andaba como pidiendo disculpas, como si tuviera miedo de equivocarse a cada paso. Era una excelente docente, muy conocedora de la materia que dictaba; aun así poseía una apabullante humildad que rayaba en la inocencia.
Caminaba con pasitos cortos y silenciosos, llevaba sus libros a todos lados como para tener algo a lo que aferrarse. Nunca levantaba la voz y sin embargo, se hacía notar de forma avasallante cuando defendía sus ideas. Vestía de forma muy correcta y sobria pero sin perder la elegancia. Todos, en general, aún sus alumnos, la consideraban la persona más sumisa sobre la tierra, la más amable y de tan inocente que parecía, bastante tonta. Era muy reservada con su vida social y nadie conocía mácula que pudiera manchar algún aspecto de su vida.
Su actitud con el resto de los docentes y con el director del centro estudiantil era amistosa. Sus conversaciones resultaban muy interesantes en los pocos momentos que coincidía con alguno o varios de ellos en la sala de profesores. Nunca se la había visto con ningún hombre o mujer en actitud que hiciera sospechar que estaba viviendo una aventura;  nadie había llamado al centro estudiantil preguntando por ella o la habían pasado a buscar. Nadie imaginaba cómo podía ser su vida fuera del allí, ni siquiera lo pensaban; la señorita Evangelina ni siquiera provocaba curiosidad en los otros acerca de su vida, no ya como profesora sino como persona, mucho menos que como mujer. Durante los preparativos de la fiesta de Halloween nadie se preocupó de invitar a la recatada profesora, imaginaban que rechazaría la invitación y que preferiría encerrarse en su casa abrazada a sus viejos gatos, que seguro los tendría. Tampoco ella hizo alusión alguna, sólo sonreía al ver a los jóvenes y a algunos profesores trabajar con ahincó para que esa noche fuera perfecta y todos pudieran divertirse. Pero esa noche, la señorita Evangelina decidió hacer algo distinto, ponerle algo de color a su vida rutinaria…

A las tres de la mañana, Evangelina llegó en un taxi a su casa. Le pagó al chofer, que no podía apartar los ojos de ella, y cruzó corriendo la calle. Una vez dentro apoyó  la espalda contra la puerta y mirando el techo se mordió los carnosos labios que ahora llevaba pintados de rojo. Mientras se encaminaba al baño y tiraba a un costado el látigo que traía, se fue despojando de su ropa de cuero y de las botas, y se soltaba el cabello que llevaba recogido. Ya estaba completamente desnuda cuando abrió la canilla de la ducha y se puso bajo el agua tibia. Le dolía la entrepierna, trataba de calmar el dolor con el agua que se pasaba suavemente con la mano, al tiempo que limpiaba los fluidos masculinos que se habían desbordado dentro de ella. Suspiró, sus pezones volvieron a ponerse erectos cuando recordó a Andrés.
El director de la universidad le había gustado desde el primer momento en que lo vio, nada mejor que perder con él la virginidad que cargaba a cuesta desde hacía veintisiete años.

1 comentario:

Paty C. Marin dijo...

Vale, ¿y? ¿Qué más? Oh, no puedes dejarla así, ¡el director tiene que saber que es ella, jo!

Enlázanos.