Juego de Verano (Cuentos Íntimos) La Puerta Entreabierta



 
George llegó tarde esa noche a la mansión. Había asistido a varias reuniones importantes que tenían que ver con la empresa constructora que pertenecía a la familia. Hacía frío y lloviznaba; ni bien aparcó el coche y le entregó la llave al empleado subió de dos en dos la señorial escalinata de mármol blanco y gris que lo conducirían al interior de la imponente construcción.

El fuego ardía en el amplio salón, pero no había nadie allí. Mientras se quitaba los guantes y el abrigo le llegaron los acordes melancólicos del piano que sólo utilizaba su cuñada, Eliza. Desde que su hermano David había fallecido en un accidente de tránsito, hacía ya tres años, parecía un fantasma vagando sin rumbo por la mansión. Su madre ya estaría acurrucada en los brazos de Morfeo desde tempranas horas. Suspiró y se encaminó a la cocina, dónde ya el mayordomo se disponía a servirle la cena en el solitario salón.
―Buenas noches, William. Oh, no te molestes en llevarme la cena al salón, comeré aquí, si no te molesta―le dijo, esbozando una sonrisa y sirviéndose una copa de vino.
―Buenas noches, joven George―respondió el empleado―. ¿Cómo podría molestarme que usted cene en este humilde lugar de la casa?―continuó con suavidad el mayordomo.
En un instante tuvo la mesa de la amplia cocina dispuesta para degustar la sabrosa cena que habían preparado esa noche.
―¿Mi madre y mi cuñada?―preguntó, llevándose un bocado a la boca. Realmente había llegado con mucha hambre.
―Su señora madre se acostó temprano, se sentía cansada y además no podía tolerar el frío, a pesar de que la estufa estuvo encendida todo el día. La señora Eliza ha salido en pocas ocasiones del cuarto, ha estado tocando el piano casi todo el día―le informó el mayordomo, que permanecía parado junto a él con las manos enlazadas, cubiertas por los blancos guantes.
George asintió con un movimiento de cabeza y continuó comiendo.
Desde que su hermano había fallecido la casa pareció quedar muda, todos sus habitantes parecían fantasmas. Cada día le agobiaba más volver a ese hogar tan triste y silencioso. Su madre ya estaba en una edad en la que se olvidaba lo que decía y volvía a repetir lo mismo, y su cuñada era una sombra de la muchacha alegre y llena de vida que fue un día; apenas podía intercambiar una frase entera con ella, era como que no escuchara o, si lo hacía, no le importaba lo que le decían. Los domingos, que siempre había sido el día de almuerzo en familia, ya no eran tal; cada uno almorzaba por su lado, a veces lograba convencer a su madre para comer juntos y por unos instantes los dos volvían a rememorar viejos tiempos.
Él, por su parte, era un hombre más bien solitario. Asistía a reuniones de gente importante, era invitado a las tertulias de mujeres solteras y que lo veían como un buen partido, pero rara vez asistía. Aún no había encontrado a la mujer ideal, sumado a eso: ver el estado de desolación en el que había quedado su cuñada al perder a un ser tan amado le hacía reflexionar sobre si no sería buena idea permanecer sólo y evitar sufrir por amor.
—Disculpe que lo moleste señor — Le llegó de lejos la voz del mayordomo, que lo trajo otra vez a la realidad.
—Sí, dime, William.
—Hoy en la mañana la agencia envió a la nueva mucama. Me tomé el atrevimiento de tomarla a prueba, no solo porque necesitamos urgente de alguien que cubra el puesto que la chica anterior dejó vacante, sino porque su historial de servicios es impecable. Espero que no se moleste.
—No hay problemas —dijo George, limpiándose los labios con una servilleta—. Confío en que tu elección será la mejor. Hace años que estás en esta familia y nadie mejor que tú para elegir a quienes estarán bajo tu supervisión — Una sonrisa tranquilizadora se dibujó en su cara. El mayordomo hizo una ligera inclinación de cabeza y se retiró.

Luego de cenar, a pesar de ser más de medianoche, se dio una ducha y en pijama se dirigió al estudio a revisar unos papeles que debían quedar listos para el día siguiente. Estuvo un rato sumido en sus pensamientos, hundido en el sillón de cuero negro, recordando las conversaciones que había mantenido allí con su hermano, con quien acostumbraba a tomarse una copa y fumarse un puro antes de que cada uno se retirara a sus habitaciones.
En honor a él se sirvió una copa y prendió un habano, al que le dio solo un par de pitadas; desde que David no estaba había dejado de fumar y, a estas alturas, ya le resultaba desagradable. Con el vaso en una mano se levantó y caminó hacía el gran ventanal. Desde allí se podía observar el parque delantero y el caminito que, serpenteando, llegaba ante los grandes portones de hierro, cerrados herméticamente y custodiados por un guardia. Observó las copas de los árboles cimbreando debido al viento que se estaba levantando, las abundantes nubes negras que parecían cernirse sobre la propiedad y la tormenta eléctrica que iluminaba todo le conferían una apariencia siniestra y sobrenatural a la noche; ya la lluvia arreciaba, se había convertido poco a poco en un fuerte temporal. Le sorprendió ver una pareja de palomas blancas cruzando en el cielo, volando como si fuera un día soleado; parpadeó varias veces, antes de verlas desaparecer.
Centró su atención en el reflejo de sí mismo que la tenue luz de la lámpara del escritorio le permitía visualizar en el cristal. Pronto cumpliría treinta y cinco años, a veces le preocupaba no estar casado aún, no tener hijos. Imaginaba las risas y voces de chiquillos inundando el silencio de ese inmenso caserón, la vida de todos sería muy distinta si hubiera niños alegrando el lugar. No distinguía sus ojos en el reflejo del cristal, pero los tenía de un color miel muy claros, casi amarillos, enmarcados por unas espesas cejas oscuras y unas pestañas tupidas. Tampoco distinguía su cabello negro, lacio. Su nariz algo aguileña le confería un aspecto interesante al igual que sus labios gruesos y sensuales. Medía un metro setenta y era delgado pero atlético y no precisamente por pasarse en el gimnasio; sí, quizá era bastante quisquilloso con la comida, en raras ocasiones, y conociendo muy bien el lugar, comía fuera de casa. Usaba trajes a medida y de los mejores modistos, pero sólo para trabajar. Cuando estaba en casa o salía de vacaciones le gustaba estar todo el día de jeans y camisetas.
George era un hombre muy atractivo, parecía un modelo de revista, pero también era un hombre serio que no exponía su vida privada a pesar de ser la cabeza visible de la reconocida empresa familiar. Fue David quién le enseñó todo lo que sabía con respecto a negocios empresariales, además de la carrera que logró terminar con honores.
Pasó un rato más mirando a través del ventanal, sumido en sus pensamientos. De improviso pegó un respingo al ver la imagen de su hermano reflejada en el cristal empapado; el estómago le dio un vuelco, contuvo la respiración al verlo sonreír como cuando aún vivía. Con el corazón latiéndole a mil por horas se giró con rapidez pero allí no había nadie. Respiró con alivio y, tapándose el rostro, comenzó a reírse hasta lanzar una sonora carcajada; suspiró, era evidente que el estress producido por tanto trabajo lo estaba afectando. Sin pensarlo más, apagó la luz del estudio y se retiró a descansar. Cuando subió la escalera y llegó al primer piso, donde dormía la servidumbre, vio al fondo del corredor una puerta entreabierta por la que se filtraba una luz muy tenue. Pensó en seguir su camino pero una extraña curiosidad lo embargó y en la penumbra se encaminó hacía allí. A medida que se acercaba podía oír con más nitidez una especie de murmullo, pensó que alguien estaba llorando y apresuró el paso. Sin embargo, no eran sollozos lo que estaba oyendo, más se acercaba y más claro los distinguía…eran gemidos.
Se detuvo ante la puerta, lo pensó dos veces antes de atisbar por la rendija entreabierta pero se decidió y su respiración se aceleró cuando vio a una chica desnuda, en cuclillas y de piernas abiertas, sobre un espejo colocado en el piso. George reprimió un jadeo al ver lo que estaba haciendo, lo excitó verla así desnuda. Se estaba masturbando, al tiempo que se observaba el sexo, y sus gemidos aumentaban poco a poco al igual que el temblor de su cuerpo que provocaba que sus senos se balancearan suspendidos en el aire, con los pezones erectos por completo. Escondido, sabiendo que estaba violando la intimidad de una mujer que estaba seguro no había visto hasta ahora  —intimidad  a la que parecía haber sido invitado por una puerta mal cerrada—, no apartaba la vista de ese cuerpo hermosos y sensual, de una blancura delicada y diáfana. Con lentitud se pasó la lengua por los labios resecos, tratando de mantener la serenidad para guardar en su memoria las líneas de sus muslos, la redondez de sus glúteos y esa raya de sus nalgas cuyos secretos estaría más que satisfecho de conocer; sin olvidar la sensualidad de la espalda, curvada de esa forma para darse placer, y el movimiento tembloroso de todo el cuerpo anunciando que poco faltaba para llegar al orgasmo auto inducido.
Volvió a su cuarto lleno de asombro y con una excitación  inevitable. Estaba convencido que esa muchacha era la nueva empleada, de la que ni siquiera sabía el nombre ni había visto la cara pero a la que ya había osado contemplar como Dios la trajo al mundo. Le costó conciliar el sueño y cuando lo hizo soñó con ella; la imaginó encadenada a una pared, en una vieja y húmeda mazmorra, desnuda por completo y excitada a más no poder. Se vio a sí mismo, en su papel de verdugo, con una capucha tapando su rostro y una fusta en las manos con la cual hostigaba a la mujer, provocándole la excitación de sus sentidos. En la penumbra del viejo lugar no podía ver su rostro, pero podía oír perfectamente sus gemidos y jadeos al igual que el sonido de las cadenas al ser tironeados por ella en su intento por suplicar y liberarse.
Ya avanzada la madrugada, George despertó jadeando, la tela del pijama pegada por completo a su cuerpo sudado. En un rápido movimiento se despojó de las ropas, intentando sobreponerse a la dolorosa inflamación de su miembro. Desnudo como estaba, se acercó al sillón ubicado cerca del ventanal; ni siquiera ver la lluvia y el fuerte viento que prevalecían afuera lo ayudó a enfriar el fuego que consumía su cuerpo. Tampoco permanecer varios minutos bajo la ducha helada lograron contenerlo. Volvió a la cama y se acostó desnudo, se acarició el miembro dolorido pero desistió de buscar consuelo en solitario, no era su estilo; cerró los ojos, trató de conciliar el sueño o de pensar en otra cosa pero era imposible.
Luego de varios minutos se le ocurrió algo audaz; sin pesarlo dos veces se colocó la bata y, en la oscuridad, se deslizó en silencio hasta el primer piso. La puerta, antes entreabierta, ahora estaba cerrada. Con cuidado de no hacer ruido giró el pomo y, para su alivio, comprobó que cedía, se introdujo en la habitación y esperó a que su visión se acostumbrara a la luz que provenía del exterior. En el silencio no sólo oía el latido de su corazón, golpeando con fuerza por la adrenalina que le producía lo que estaba haciendo, también oía el ruido de la lluvia golpeando en la ventana junto con el silbido del viento y allí, a pocos pasos, la respiración acompasada de la muchacha.
Se acercó, un manto azulado, provocado por la semi penumbra, parecía cubrirla; sus ojos se deslizaron por su figura, ella dormía boca abajo, apenas cubierta por la sábana que dejaba al descubierto una de sus piernas flexionada, su espalda y sus brazos que descansaban como al descuido a ambos lados de la cabeza. Un latigazo de placer pareció partir en dos su pene húmedo y dolorido. Desató el nudo de su bata y la dejó caer a un costado, con un movimiento suave tiró hacía atrás la sábana y se recostó a su lado, sobre su piel caliente y suave. Ella se revolvió, separando más las piernas; George comenzó a acariciar su espalda, deslizando sus dedos hasta donde esta terminaba pellizcó con suavidad sus glúteos e internó su mano entre sus piernas, descubriendo que su cavidad ya estaba húmeda y el clítoris y los labios vaginales comenzaban a inflamarse. Las caderas femeninas se movieron buscando el contacto de su mano, al tiempo que él deslizaba la lengua por su cuello y por sus hombros. Ella gimió y levantó más sus caderas para exhibir su sexo empapado y ansioso de ser satisfecho. No lo dudó, se montó sobre ella, la tomó por las caderas y tiró hacía él al tiempo que la chica daba un gritito y parecía despertar. En un principio se resistió pero al sentir el miembro duro y firme justo en la entrada a su abertura, así como las manos masculinas aferrándola por la cintura, se dejó llevar y levantó sus caderas ofreciéndose.  George la penetró de una embestida, estimulando su clítoris, arrodillado tras ella que mantenía la cara contra una almohada con la que intentaba amortiguar sus jadeos y gemidos. La atrajo hacía él, quedando ambos erguidos y arrodillados, para poder acariciar todo su cuerpo hasta llegar a sus pezones y estrujarlos entre sus dedos y dejarlos más duros y doloridos. Tomó su rostro y la volvió hacía el suyo, le deslizó la lengua por los labios y se perdió en su boca al tiempo que los movimientos de las caderas se hacían más apremiantes y los gemidos y jadeos aumentaban de volumen. Afuera, la tormenta se había hecho tan intensa que ya no importaban los sonidos que se produjeran dentro de la gran mansión, que lucía imponente y majestuosa vista de afuera, al mismo tiempo envuelta en soledad y silencio. George y la desconocida no necesitaron ahogar su voz al momento de lograr el orgasmo, el clima pareció haberse confabulado con ellos cuando a la fuerte lluvia y al viento se sumaron potentes truenos. Cayeron desmadejados sobre las sábanas blancas, respirando con dificultad, sin decirse una palabra. Ella aún permanecía boca abajo, con la cabeza girada hacía el lado opuesto y él pegado a su cuerpo, con los ojos cerrados, una mano sobre el pecho y la otra sobre la frente. De inmediato sintió la mano femenina cerrarse con fuerza sobre su miembro, sin siquiera mirarlo ni moverse comenzó a masajearlo, arriba y abajo. El sexo de George volvió a cobrar vida, se erigió, se endureció de forma dolorosa y quedó a punto otra vez.
Ella se puso en movimiento, arrodillada y con el cabello sobre el rostro, se acuclilló sobre él y comenzó a trabajar sobre toda la extensión de su sexo, con boca, lengua y manos. En la penumbra George la imaginó con los ojos entornados, le parecía ver sus labios entreabiertos y húmedos, dejando escapar los gemidos que llegaban a sus oídos. Sentía la lengua lamer su punta húmeda y dolorida, luego la pequeña boca abarcando su pene, adentro y afuera, entre jadeos. Trataba de aguantar, quería disfrutar, no dejarse ir tan pronto, pero el roce de sus dientes y la presión de las suaves paredes de su boca lo estaban llevando al éxtasis. Al fin ella apuró el movimiento, y ya no pudo controlar más el flujo de su pasión que salió disparada llenando la boca femenina, que parecía no querer perder una gota de su  preciosa esencia.


—Buenos días, señor George. Le presento a Lizbeth, la nueva mucama —le dijo William al otro día, durante el desayuno; al tiempo que una bonita joven de ojos grises y cabello castaño claro, vestida con un uniforme negro con delantal y cofia blancos, bajaba sus ojos y le hacía una reverencia.
—Buenos días, William. Buenos días, Lizbeth. Bienvenida, será un gusto contar con tu presencia en la casa —. Fueron las cordiales e indiferentes palabras de recibimiento. Lo contrario de lo que demostraban sus ojos, que miraban con deseo a la muchacha que se había ruborizado fugazmente cuando sus miradas se encontraron.  Recordó una vez más que cuando acabó en su boca volvieron a quedar desmadejados y tampoco hubo palabras, sólo una placentera modorra que lo sumió en un sueño cálido y profundo. Esa mañana cuando despertó ella ya no estaba, tampoco su uniforme colgaba de la percha.

Esa imperceptible corriente de deseo entre ellos pasó desapercibida para el mayordomo, quien estaba feliz por contar con la asistenta que estaba necesitando.







5 comentarios:

Anónimo dijo...

Ahora si que a dormir y de que manera, después de leer esto, muy buen relato, felicidades, me encanta lo que hacen, para las lectoras como yo... Pero también tengo que decir, que se extrañan los relatos de Rivela Guzmán, espero pronto regrese, y leer algo de ella...

Patricia K. Olivera dijo...

Hola Naii!!
Gracias por tus palabras, me alegra que te guste el relato.
No sabés cómo extrañamos nosotras a Rive, esperamos que pronto pueda terminar sus obligaciones y volver con nosotras.
Gracias por leer y comentar!!

Un abrazo!!

PukitChan dijo...

Hola Paty ^-^

Me vine a dar mi vuelta de lectura y debo decirte que me voy encantada con tu relato. De verdad me fascinó cómo desarrollaste la lectura, la vida solitaria de George (;3 lo adoré, por cierto), y por supuesto, esa dosis de erotismo fue genial. (Al principio, pensé que iba hacía otro rumbo la historia, ya vez, logras sorprenderme mucho).

Mucho blablabla de mi parte jajaja, pero quedas enterada que me gustó mucho. ¡Está maravilloso!

Besitos de viento para todas ustedes chicas -3-!

Gil dijo...

Que hermosura, y que bien contada esta seductora historia, me encanto!!

Te dejo un beso Patricia y se feliz!

Anónimo dijo...

Se me hizo algo largo
y aunque la narración es buena
no alcanza o descubre escenas que atrapen.

No sé si me choca que la nueva
chica empiece a masturbarse
de buenas a primeras en su primer día de trabajo, hablo de la historia, no de que me parezca mal.

Creí que era un sueño de George
pero al final no, entonces, desde mi punto de vista, resta credibilidad.

Bueno, en todo caso, no me tomes en serio, quizá no estoy acostumbrado a leer un relato tan largo en el ordenador.

Un abrazo.

Enlázanos.