Juego de Verano (Cuentos Íntimos) - Noche de Bodas



Bruno abrió los ojos con sobresalto. Los labios le cosquilleaban de modo desagradable allí donde los de ella lo habían besado, y casi esperaba verla de nuevo ante sí. Pero ante su vista se extendía tan sólo el campo cubierto de una niebla espesa que no permitía ver nada a más de dos metros. El día transcurriría así, sin el consuelo de la luz del sol para su acongojado corazón. La niebla lo mojaba, pegando los mechones de pelo a su rostro.  Pero su mirada se mantenía al frente, aguardando, sabiendo qué ocurriría ese día, que ya no había paso atrás.
De todos modos, no pensaba arrepentirse. El pacto estaba sellado, y se había convencido de que era lo mejor para ambos.
«Me darás un hijo», le había dicho ella. Ese hijo prometía ser el único modo en que se establecería la alianza y el sufrimiento de su familia llegaría a su fin. Un hijo. Una vida… y una muerte.
Todavía se le antojaba imposible que hubiera un modo de concebir un hijo humano con un ser como ella. Pero era preferible centrarse en una cuestión como a esa, a preguntarse qué sería de él cuando el plazo del año llegara a su fin, y tuviera que marcharse en pos de ella. «Serás uno de los mío». Esas simples palabras aún lo despertaban bañado en sudor frío por las noches. Pero se negaba a pensar en ello, y ahora mismo bloqueó su mente a tales pensamientos, sondeó la niebla una vez más y de repente sintió como si dedos de hielo acariciaran su nuca. Volteó y allí estaba ella.
Al principio, le costó reconocerla. El impacto de verla ante él fue más impresionante incluso que la vez en que ella lo besó. Porque supo que de algún modo desconocido ella había logrado convertirse en mujer, y que frente a él se encontraba un cuerpo vivo, un corazón que latía, un pecho que se alzaba con el aliento imprescindible.
Ella era humana.
Observó sus largos cabellos oscuros bajo la mantilla y su piel blanca, pero más atrajeron su atención los labios rosados y húmedos y la viveza azul de sus ojos, desaparecida aquella película blanca que los cubriera en el pasado. Desaparecido todo vestigio de la muerte.
Daviana se acercó, y sus pasos doblaron los tallos del pasto, dejaban la suave huella de su andar. El vestido que llevaba, el blanco de encajes que ya había visto la vez anterior, ondeaba delicadamente y dejaba entrever los delicados zapatos blancos que calzaba.
Bruno la miraba atónito, con el corazón golpeándole dentro del pecho de puro horror. Pues era demasiado consciente de que ante él se erguía una abominación, y que a ella estaría unido para siempre.
Como si leyera sus pensamientos, Daviana se detuvo a pocos pasos de él.
Nuestro tiempo corre.
Bruno volvió a mirarla a los ojos con estupor. También su voz era diferente, no monótona y fría como la que conocía. Sin embargo, en su rostro no se adivinaba ninguna expresión, y la quietud con que lo observaba era igual de inquietante.
¿Eres… humana? preguntó vacilante Bruno.
Era parte del pacto le recordó ella.
¿Cómo es posible…? comenzó a preguntarle, sin querer conocer realmente la respuesta.
Algún día lo interrumpió ella, callándolo en el acto. Algún día conocerás los secretos de la vida y de la muerte. Caminarás entre los dos mundos y sabrás cómo obtener de ellos lo que desees. Eso era parte del pacto también.
Un estremecimiento recorrió la columna de Bruno y anidó en su osamenta. Pero no dijo nada. Daviana tampoco dijo palabra, y ambos se estudiaron, como si fuera posible ver en sus ojos el futuro extenderse hacia oscuros parajes. Incertidumbre. La vida de Bruno se había convertido en una gran incógnita, y algo le decía que su muerte iría por igual camino…
La ceremonia se llevará a cabo de inmediato se escuchó decir.
Daviana lo miró sin mostrar expresión. Bruno aguardó a que le hiciera alguna pregunta, pero ella se mantuvo inmóvil, como uno de los maniquís que había visto en una tienda no hacía mucho. La niebla danzaba en torno a ellos, volteando su rostro con expectativa. Bruno no resistió más, y caminó hacia la casa. Sentía a sus espaldas los silenciosos pasos de Daviana siguiéndolo. Una sombra en movimiento y poco más.
El calor de la casa lo golpeó apenas abrir la puerta. Un fuego débil chisporroteaba en la chimenea, pero Bruno se embriagó de ese contacto cálido, casi olvidándose de quien venía detrás.
Pero Daviana no olvidaba que Bruno era suyo. Durante un año, a partir de ese día. Y no pensaba perderlo de vista, o permitirle escaquearse de sus obligaciones para con ella. No era el tipo de pactos que uno pudiera descuidar a la ligera. Caminó hasta su lado, casi hasta rozarle la húmeda chaqueta y aguardó. Lo escuchó inhalar con brusquedad, y cuando lo miró se dio cuenta de que había cerrado los ojos con fuerza. De haber sabido lo que Bruno sentía, de haber comprendido su hondo cansancio, tampoco hubiera sido capaz de brindarle consuelo. Así que esperó, observándolo todo el tiempo.
Bruno sentía esos ojos clavados sobre su rostro. La mirada de Daviana lo perforaba hasta los huesos.  Contuvo un estremecimiento, y abrió los ojos al tiempo que daba un paso hacia adelante. No soportaría verla ante sí en ese momento.
Avanzó sobre el lustroso suelo de madera hasta la sala principal, intuyendo la presencia de ella, constante, a su espalda. Abrió la puerta y entró, sin galanteo alguno. Dentro los esperaba un hombre que abandonó su sitio junto a los altos ventanales para caminar lentamente hacia ellos.
Gracias por esperarnos, padre murmuró Bruno con voz gruesa.
El padre Lucas sonrió con brevedad, pendiente de la figura femenina que acababa de entrar en la habitación. Nunca había visto a la joven, ni terminaba de conocer sus orígenes, pues de haberlo hecho no se encontraría allí esa tarde. La extraordinaria belleza de la mujer lo sorprendía, pues hasta él era capaz de darse cuenta de que  no se trataba de una capaz de ser pasada por alto en ningún círculo. Sabía que Bruno no había abandonado el poblado desde la reciente enfermedad de su madre, y que el periodo de luto lo obligaba a mantenerse apartado del ajetreo social. ¿De dónde pues había sacado a una prometida? Desconcertado, pero también alerta de que no podría cuestionar a la joven, pues Bruno así se lo había dicho, extendió una mano para tomar la de ella.
Querida, bienvenida a nuestro humilde pueblo.
Daviana levantó sus ojos azules hacia él pero no respondió. El silencio se extendió entre ellos, tirante y frío, casi tanto como el tacto de la piel femenina que el padre Lucas adivinaba bajo la suave tela del guante.
Padre dijo Bruno después de carraspear, estamos listos.
El padre Lucas alzó una ceja, perplejo. Abandonó a la pareja en medio de la sala, y fue hacia el sofá a buscar sus pertenencias. Tomó la estola y la sostuvo entre sus manos mientras elevaba una oración. Luego se la puso en torno al cuello, y procedió a tomar la pequeña Biblia y el rosario. Cuando se giró hacia Bruno y Daviana, los encontró parados a pocos metros, indiferentes uno al otro, en apariencia. Se extrañó aún más de las circunstancias, pero se dijo que no tenía nada que temer, pues era por todos conocidos el buen carácter y la mente centrada del hombre que tenía ante sí.
Volvió ante ellos, y sonrió, intentando alegrar el acontecimiento.
Quince minutos después, los votos se habían pronunciado y la bendición había sido dada. Bruno y Daviana eran marido y mujer, mientras la vida así lo quisiera…

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Mucho después de que el sonido de los cascos de la yegua que montaba el padre Lucas se perdiera en la distancia, el silencio imperaba entre los desposados.
Daviana se mantenía inmóvil e inexpresiva detenida siempre a pocos pasos de Bruno, como si esperase que este fuera a salir corriendo en algún momento y ella debiera seguirlo. Pero Bruno era más que el hombre que acababa de casarse con ese demonio del bosque, la bean sí [1] que ahora lo tenía entre sus manos: era ante todo un hombre de palabra. Y ahora que había justificado ante la sociedad que fuera a convivir con esa mujer durante todo un año, unión de la que se esperaba un heredero que ocupara su lugar, estaba preparado para cumplir con lo que había prometido.
 Se acercó a ella con largas zancadas, hasta verse reflejada en el azul de su mirada. Ella no hacía más que mirarlo, como si su existencia estuviera ligada a ello. Con lentitud, Bruno se quitó los guantes negros. Su piel helada agradeció la caricia del calor del fuego, pero de inmediato volvió a probar el helado de la estalagmita cuando Bruno apoyó la palma en la mejilla femenina. El acto tenía más de experimento que de caricia, y sólo él  reaccionó con sorpresa, al descubrir la suavidad de su piel.
Se sentía confundido, pues, aunque ella le había asegurado que iría a él convertida en mujer, la transformación no terminaba de asombrarlo.
Con un dedo dibujó el perfil de la mandíbula. Sentía la dureza de los huesos debajo, y al mover la mano por su cuello encontró el pulso latiendo normalmente. Se solazó en este detalle, contrariado, pues no quería realizarse más preguntas al respecto. Le sorprendía que su piel estuviera aún tan fría, y no pudo evitar preguntarse si quizás esa frialdad no sería permanente. Al buscar su mirada se dio cuenta de que quizás el frío viniera de adentro, desde ese interior incapaz de sentir o de demostrar lo que pensaba.
Cerró los ojos y suspiró.
─Bésame ─dijo Daviana de pronto.
Bruno abrió los ojos con sobresalto. El tono demandante de Daviana carecía de la pasión o la calidez que acostumbraba encontrar entre las mujeres que le decían cosas así. Miró los labios gruesos, ahora levemente tintados del rosa de la vida, pero a su mente acudió el recuerdo de aquel otro beso, el que ella le había dado para sellar su pacto.
─Bésame ─repitió, y tiró de la manga de su chaqueta para acercarlo.
Bruno humedeció sus labios y bajó la cabeza hacia la de ella. El roce a su boca fue tentativo, pero después de unos segundos la tocó con más seguridad. Sus labios fríos y húmedos no le resultaron del todo repulsivos, pero sí lo inquietó la quietud de Daviana. Se apartó de ella, al notar que no respondía, y por primera vez vio brillar algo en su mirada. Duda, quizás. Inseguridad.
─Ha sido… diferente ─dijo ella, después de unos segundos.
Bruno alzó una ceja, sorprendido.
─Supongo que no me había dado cuenta ─continuó ella, y lo sorprendió más aún al apoyar una mano en su antebrazo─. Nunca había tocado así a un corpóreo siéndolo yo también.
─Corpóreo… ─repitió Bruno.
Guardó silencio aunque comprendía, de algún modo lo que ella había querido decir. Antes, el primer beso, lo había dejado con la desagradable sensación de haber besado la niebla condensada y rancia de los espacios oscuros del bosque. Ahora, besarla había parecido casi igual a besar a otra mujer cualquiera. Quizás no igual de agradable, pues su mente no dejaba de pensar en lo que se escondía debajo de aquella piel humana, pero no aborrecible, pese a todo.
Daviana atrajo su atención tirando de las mangas de su chaqueta.
─Bésame de nuevo ─le exigió.
Esta vez, Bruno la besó con más fuerza. Mantuvo sus labios apoyados sobre los de ella, esperando que de repente comenzaran a despedir calor, pero eso no ocurrió. Entonces comenzó a estimularlos con rápidos mordiscos hasta que ella los separó, y él pudo hundir su lengua en su boca.
Daviana intentó separarse cuando sintió la invasión, pero Bruno la mantuvo pegada a él poniendo una mano en su nuca. Tocó su lengua, sus dientes, lamió brevemente sus labios, y vuelta a empezar, besándola como un desesperado, intentando insuflar algo de vida a la mujer que se sacudía entre sus brazos. La misma mujer que le exigía un hijo no era capaz de soportar un beso. El pensamiento casi lo hace reír, y se apartó brevemente, manteniéndola pegada a su cuerpo.
─Te asusta el beso ─le dijo, sonriendo con gesto agrio─. A mí me asustó tu beso, y aún así aquí estoy para cumplir con el pacto que propusiste. ¿Vas a temblar de miedo ante cada cosa nueva que sientas hoy? Porque hoy mismo podrás fecundar.
Daviana se había ido tranquilizando entre las presas de sus brazos y dejó de sacudirse por completo cuando él terminó de hablar. Bruno no podía asegurar que ella entendiera al 100% lo que intentaba decirle, pero esperaba que sí. No sentía pasión ni anhelo del cuerpo que se pegaba al suyo, pero no quería posponer más aquel encuentro. Con suerte para ambos, pronto ella estaría embarazada, y su hijo o hija nacería con tiempo de que pudiera conocerlo. Antes de que tuviera que seguirla al Más Allá…
─Hazlo ─la escuchó decir con tono monótono─. Haz todo lo que debas hacer entonces.
Bruno casi se sintió asqueado al escucharla. Lo hacía sentir como un violador ha de sentirse ante su víctima cuando esta deja de luchar. Y él no quería sentirse así, como si fuera él quien abusara, como si fuera quien buscaba el placer. Así que la apartó con firmeza y cuando atrajo su mirada le dijo con voz contenida:
─Hazlo tú.
Caminó hacia la silla que antes había usado el padre y tomó asiento, desprendiéndose de la corbata que llevaba anudada al cuello. Aguardó en silencio, esperando inútilmente ver brillar en la mirada de Daviana una expresión temerosa, o contrita. Pero ella lo miraba con la misma inexpresividad de antes, y el frío de su piel parecía fluir hacia él, como afuera lo había hecho la niebla.
Tras varios minutos de silenciosa contemplación, Daviana al fin se movió. Con lentitud se quitó los guantes y dejó a la vista unas manos delicadas de largos dedos y limpias uñas. Las prendas cayeron junto a las que se había quitado Bruno, y aún así le llevó  otro minuto proceder a quitar la mantilla blanca que cubría su cabeza. Su espesa melena oscura quedó a la vista, logrando un contraste exquisito entre la blancura de su piel y la de su ropa.
Daviana era indiferente a la mirada de Bruno. Este absorbía cada detalle que quedaba a la vista, como la primera vez en el bosque lo había hecho de la bean sí que se aparecía ante él.
Cuando las manos femeninas se movieron hacia la espalda del vestido, Bruno sintió que la tierra se estremecía bajo sus pies. Uno a uno fue soltando los botones de la larga hilera que bajaba por su columna, sin pedirle ayuda a él en ningún momento. Y cuando el vestido quedó desprendido y Daviana lo dejó caer a sus pies, Bruno supo que aquello era inevitable, y que lo que estaba a punto de ocurrir entre los dos, probablemente, fuera un acto en contra de la naturaleza.
Desnuda, Daviana era una escultura perfecta. En su piel no se adivinaba ningún desperfecto, por pequeño que fuera. Ni lunares, ni pecas, ni vellos, ni marcas o cicatrices. Si Bruno no hubiera sentido su piel antes, bien podría haber asegurado que estaba hecha del frío mármol que usaban los artistas. Ni los erectos y levemente coloreados pezones parecían dotar  a Daviana de vida. Ella se dejó contemplar sin demostrar vergüenza, timidez u orgullo. Con seguridad, ignoraba todos esos sentimientos y más. Cuando decidió avanzar hacia él, la atención de Bruno fue eclipsada por sus piernas, increíblemente largas y de andar confiado.
Ella se detuvo ante él, y Bruno separó las piernas como invitación a que se acercara más. Ella lo hizo, y Bruno encontró su cabeza a pocos centímetros de los senos de Daviana. Sin pensarlo siquiera, alzó una mano y la apoyó en su estómago. La firmeza de los músculos que se sentía debajo, casi hacía olvidar el frío que desprendía su piel.
Otra vez Bruno quiso tocarla hasta que el calor comenzara a brotar por sus poros. Pero en vez de explorar su piel con delicadeza, se descubrió acercando su boca al seno, y pasando la lengua por debajo de este. Daviana tembló ante el contacto y lo miró sobresaltada, pero Bruno no se detuvo. Apoyó las manos en las caderas femeninas y dejó que su boca y lengua exploraran el estómago de ella, la pequeña rotonda de su ombligo, el canalillo suave que pasaba entre sus senos, y luego las cimas de estos, dejando los pezones para el final. Pero cuando su lengua finalmente rozó uno, sintió como Daviana se sacudía entre sus manos. Una corriente eléctrica de algo que estaba muy lejos de poder bautizar como «placer» corrió desde la húmeda superficie que Bruno acababa de tocar, por todo su cuerpo. Lo miró sin saber expresar lo que ansiaba, pero Bruno no necesitó de más palabras. Con voracidad, abrió su boca y hundió el seno en ella, chupándolo y lamiéndolo con lentitud.
Daviana sintió que sus piernas se doblaban y Bruno debió sostenerla. Se limitó a tomar la cabeza de él entre sus manos, no en busca de apoyo sino como único medio que encontraba para pedirle más, para exigirle más.
Y Bruno la complació.
Como si de un amante esposo se tratara, besó y acarició toda su piel, sin contemplación. Atrás habían quedado su conciencia de hombre, y más lejos aún, la conciencia de Daviana como ser sobrenatural, como banshee disfrazada de mujer.
En aquella sala solo había dos seres capaces de sentir y nada más contaba.
Cuando Bruno la hizo sentar sobre su regazo, Daviana era un ser con los sentidos abiertos a la espera de más. Se apoyó sobre él con gesto natural, y se dejó besar cuando él unió sus bocas. Respondió a los asaltos de la lengua masculina, y se atrevió a besarlo a su vez.
Bruno abrió la bragueta de su pantalón, y liberó su sexo. Estaba completamente excitado, llevado al borde de su control como quizás su mente estaba al borde de la locura. Pero no quería pensar, ni preguntarse si lo que lo movía era deseo real o algún subterfugio de la bean sí. Ahora mismo, necesitaba alivio a su necesidad, y ella estaba más que preparada para brindárselo.
Daviana observó su erección con el mismo gesto impasible que lo veía todo. Lo tocó cuando Bruno apoyó su mano sobre su base, y dejó que la guiara en movimientos rápidos. Lo escuchó gemir, y vio como una ligera capa de sudor perlaba su piel. Bruno apartó su mano cuando ya no pudo aguantar la caricia, y la hizo alzarse brevemente, ubicándola como la deseaba, preparada para montarlo apenas sus cuerpos se unieran.
Daviana se dejó hacer, y dobló las rodillas con lentitud a medida que las manos de Bruno la hacían descender. Se detuvo solo cuando  una inesperada barrera le impidió seguir bajando, y lo miró en busca de respuestas. Bruno la miró esperando que supiera discernir su gesto de disculpa, y con un ágil movimiento la penetró anulando la barrera con facilidad. De la boca de Daviana escapó un gemido de dolor, pero Bruno no quiso darle oportunidad a rechazarlo como antes, y la siguió guiando hacia él, hundiéndose en ella con todos los nervios en tensión, ansiando liberarse de una vez.
Estaba tan concentrado en no eyacular, que no se dio cuenta de cuándo Daviana comenzó a moverse, buscando por instinto su propio placer. Supo que de repente ella comenzó a gemir, y al mirarla a la cara la encontró respirando con rapidez, con la mirada perdida en la unión de sus cuerpos. Entonces se olvidó de sí mismo, traspasado una vez más por la maravilla del cambio que se había obrado en ella, incapaz de convencerse de que la mujer que gemía y se mecía sobre él, era la misma que lo había mirado antes con indiferencia, la que con gesto vacuo había aceptado ser su esposa.
Solo cuando comenzó a moverse con ella y el ritmo de las embestidas aumentó, cuando al fin olas de placer arrollaron sus sentidos, Bruno miró a los ojos de Daviana y le pareció  ver aquello que tanto había estado buscando: un ligero brillo de humanidad.



[1] Banshee del gaélico bean sí: espíritu que anuncia con sus gemidos la muerte de quien la escucha o de alguno de sus parientes o allegados.


3 comentarios:

Patricia K. Olivera dijo...

Buenísimo, Magucha!!
Ya leí el resto de la historia, me encantan este tipo de historias sobrenaturales. Te quedó genial!!

Besos

Charo Arenas dijo...

Maga me ha gustado mucho tu historia y he leído el preludio de esta. Tu forma de narrar las historias hace que las sientas como factibles y verdaderas... Un beso!!

Cristina Pomboza dijo...

Me gusto muchísimo la historia los recursos literarios son precisos y transportan al lector a la historia un abrazo

Enlázanos.